Es importante repensar la evaluación como un proceso formativo y compartido es, en esencia, reivindicar su dimensión pedagógica y ética. Significa desplazar el foco desde la calificación hacia el aprendizaje; desde el juicio unilateral hacia el diálogo; desde la pasividad del estudiante hacia su participación activa y consciente.
En esta perspectiva, la evaluación deja de ser un momento aislado al final del proceso y se convierte en un hilo conductor del aprendizaje, que acompaña, orienta y transforma. Evaluar ya no es “medir” cuánto sabe un estudiante, sino descubrir con él cómo aprende, qué necesita y cómo puede mejorar.
Cuando la evaluación es compartida, se reconoce que el conocimiento no se construye en soledad. Se abre un espacio para que estudiantes y docentes co-construyan criterios, dialoguen sobre los procesos, y se retroalimenten mutuamente. Esto no solo democratiza el aula, sino que fortalece la confianza, la autonomía y el sentido de pertenencia.
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